Instintos de trinchera

Nací con instintos de trinchera.  

Cuerpo en tensión

y ojos en alerta,  

como si cada encuentro 

fuera un frente,  

y cada palabra, 

una bala en suspensión.  

Mi corazón late 

como si estuviera en combate.

No ante el plomo que silva 

en la maldad genuina 

del ser humano, 

si no ante una mirada,

un simple saludo

o una sonrisa breve,  

que se convierten 

en trampas

de carne y hueso.  

Aunque no hay armas, 

ni uniformes, 

ni banderas;

yo defiendo con fiereza 

un territorio frágil:

Mi propio ser.  

Mi cerebro grita:

¡Peligro! 

riesgo de rechazo inminente.

La razón susurra: 

Estás a salvo 

Pero mi sistema nervioso 

no escucha razones.  

Mis pensamientos 

son juzgados en secreto:  

¿Qué pensará si...? 

¿Soy torpe? 

¿Soy poco para ella?

¿Alguna vez escribí algo interesante?

¿Le doy pena?

¿Su risa fue burla?

La autocrítica, 

hija del miedo,  

teje un juicio 

donde no hay tribunal.  

Cada gesto se analiza 

en cámara lenta:  

la postura, 

el tono, 

el parpadeo,

el gesto...

Hipervigilante, 

escaneo el entorno  

como si cada rostro 

fuera un espejo roto.  

Quiero acercarme, 

pero el cuerpo se niega.  

Las piernas pesan 

como plomo anclado

en el lecho del rio.  

¡Me ahogo!

La voz se enreda 

en nudos invisibles 

y el aire se espesa 

como agua helada.  

Me siento solo 

en medio de la multitud,  

como un espectro 

en una fiesta ajena.  

El yo interno grita, 

pero el exterior sonríe 

con una calma fingida

dibujada en el rostro.  

La mente, 

en su afán de protegerme,  

me aisla del mundo 

que anhelo tocar.  

Construye murallas 

con ladrillos de miedo,  

y llama a eso seguridad.  

Pero hoy, 

entre temblores y pausas,  

reconozco el dolor 

como fiel compañero,  

no como enemigo.  

Y en ese reconocimiento,  

algo se ablanda.  

No es debilidad 

sentir esta guerra interna;

es señal de un instinto que,  

aunque desfasado,  

aún cree 

que luchar es vivir.  

Y tal vez, 

con paciencia,  

como quien desarma 

una bomba 

con manos temblorosas,  

pueda aprender a caminar  

entre miradas sin huir,  

entre voces sin esconderme.  

No como quien vence,  

sino como quien comprende 

que el miedo no es un muro,  

es solo un eco  

que puede, 

con tiempo,  

aprender a callar 

y descubrir que la paz 

es un acto de coraje.